Archivos de la categoría Ciudad y el río: los artistas

4. “Fuerza animal” (2019). Óleo y esmalte sobre láminas de aluminio. 300 x 500 cm

Fuerza animal | Malecón de Iquitos. Son las dos frases que, a modo de título en el extremo inferior derecho y junto con los colores sepia y el delgado marco de la obra, refuerzan la idea de una postal de época de la ciudad. En este juego de marcos – el marco exterior que enmarca el marco del boulevard de Iquitos, pero, también, un marco temporal presente que enmarca el período de bonanza cauchero -, es posible preguntarse por qué es lo que se enmarca, qué se desea que sea visto, apreciado y circulado de la ciudad: la explanada amazónica y el río – en un paisaje domesticado que nos recuerdan los trazos del naturalista Otto Michael – y los símbolos de civilización y modernidad; los balaustres del malecón, los postes de alumbrado público y una escueta bandera representando a la patria. Sin embargo, el centro lo ocupa una poderosa imagen que se sale del marco, se desborda, que ya no puede ser contenida, ocultada por más tiempo: una figura femenina transgénero con alas de mariposa (en clara alusión a la transformación), yace caída y desnuda sobre en el cemento, sobre un charco negro – posiblemente del petróleo que ha hecho posible ese marco / quimera de modernidad.

Es decir, ya no pueden permanecer ocultas por más tiempo la violencia y la destrucción ambiental y social sobre las que está producido cierto emblemático paisaje urbano de Iquitos, pero, sobre todo es el cuerpo de un transexual; lo no clasificado, lo que se resiste a la oposición binaria hombre-mujer, lo que escapa al marco clasificatorio, al mariposario de los naturalistas – como lo fue el propio Michael -, al orden “natural” de las cosas y de los cuerpos.

La mujer mira, con dolor, pero de manera serena, al espectador y lo interpela. Interpela la violencia que esconde ese paisaje aparentemente calmo – de aguas serenas del río y la bandera caída sin movimiento -, que puede ser transformado por una tormenta, como lo sugiere el cielo encapotado. Y esa transformación, ese rompimiento de los marcos que encorsetan cuerpos y naturaleza, podría ser esperanzadora: a los colores sombríos – grises y sepia – del paisaje se les opone la viveza de los colores de las alas de mariposa y el pálido rosado de los labios de la mujer.

3. “Los chicos de Arana” (2013). Óleo sobre tela. 100x270cm

Los inocentes. El transgresor relato de Oswaldo Reynoso sigue a un grupo de adolescentes que, con el telón de fondo de una Lima empobrecida y marginal, van descubriendo su sexualidad en su paso por un mundo de machos que juegan a adultos. Los cinco jóvenes que ocupan la escena compuesta por Bendayán poseen muchos de los atributos de una exacerbada masculinidad viril: botellas de alcohol, drogas fuertes, tatuajes, lentes oscuros, pulseras y collares de mostacillas y polos manga corta. Y es que esta imagen de masculinidad también se encarna visualmente en los cuerpos de estos jóvenes: torsos desnudos, pieles tatuadas por alacranes, sobrenombres – “El Arabe” – y corazones – en cuyo centro se lee “Iquitos” -, cabellos largos y lóbulos horadados por piercings. Una masculinidad retadora llevada al extremo. Pero hay más que virilidad y marginalidad en la imagen; el título de la obra remite inequívocamente a uno de los personajes y períodos más oscuros de la Amazonía; el cauchero Julio César Arana y su imperio de terror en el Putumayo, sostenido en parte por los llamados “muchachos de Arana”, su guardia personal. La pared de azulejos de fondo remite a esa doble oposición: un glorificado pasado versus un deteriorado presente y, además, una fastuosa superficie que apenas encubre el horror – y la sangre, como la muestra el bividí manchado de rojo – y la explotación que la hicieron posible. Los azulejos, compuestos por líneas y puntos, nos hacen recordar al arte indígena del kené, pero también a las cruces católicas y a una mirilla de rifle en un macabro juego de tiro al blanco. Pero si en el fondo de Rosquita – el personaje del relato de Reynoso – hay bondad debajo de sus miserias y palomilladas, en los personajes de Bendayán solo hay miradas esquivas y el negro reflejo de unos lentes obscuros. Mientras en Rosquita existe la posibilidad de esperanza y futuro, en los jóvenes de Bendayán ese futuro está cerrado por un opresivo presente.

2. “El sueño” (2012). Óleo sobre tela. 120 x 150 cm

La siesta de un fauno. Un joven durmiendo plácidamente sobre cartones en el cemento, la vereda de una calle frente a una pared de azulejos. De un lado, es posible encontrar un polo de significación que alude al contraste entre la pobreza material del joven – la camisa abierta que muestra un bividí negro, unos pantalones cortos, los pies sucios y descalzos – que yace durmiendo sobre unos cartones viejos en el suelo y a la intemperie y la riqueza a la que hacen referencias unos azulejos propios de las casonas que se construyeron tras la bonanza cauchera de inicios del siglo XX en Iquitos. Este polo de significación condensaría el contraste entre riqueza y explotación (de la naturaleza y las personas) anterior y pobreza actual; una implica a la otra, son caras de una misma moneda. Cabe resaltar, sin embargo, que esta noción de pobreza material se enuncia desde un punto de vista foráneo; pues el yacer sobre cartones en la calle es una práctica extendida en la tropical y amazónica ciudad y tiene más connotaciones de descanso matutino que de precariedad extrema.

De otro lado, hay otro polo de significados que hace referencia a la sensualidad del joven y de la escena. Un joven – de rostro delicado y piercing en la nariz – yace descansando – casi como una Olympia de Manet – plácida y bucólicamente en un paisaje urbano con la piernas abiertas con unos pantalones cortos que no disimulan su miembro viril erecto. El fondo de la fachada de una casona, con sus tonos rojos y rosados y líneas ondulantes, remite a imágenes de vaginas y manzanas mordidas; la fruta de la tentación carnal. Y los pies del joven asemejan pezuñas de cabra – como en el personaje mítico amazónico del chullachaqui –, las cuales remiten al fauno griego; ser lascivo que revela el porvenir por medio de voces que se oyen en sueños y que persigue a las ninfas a través del bosque. Un descanso que se convierte en un sueño lúbrico en el que aparecen vaginas, penes, cuerpos seductores – como el macho cabrío del chullachaqui—y cuerpos seducidos – como aquellos seducidos por un imaginado esplendor de la bonanza cauchera. Bonanza, miseria, lujuria, sensualidad y masculinidad viril de un fauno tropical; realidad y sueño, irrealidad; todas ellos elementos que componen las representaciones y las fantasías sobre Iquitos.

1. “Fila india” (2012). Óleo sobre tela, 170×300 cm

Carne y piedra, cuerpo y ciudad, naturaleza y civilización. Siete jóvenes mujeres en fila india en el centro de la escena con sus sonrisas, labios rojos, ojos delineados, mirada decidida hacia el espectador – el ojo masculino del fotógrafo / artista – y cuerpos curvilíneos, mestizos y sensuales vestidos con ropas de salida de noche. De fondo, el perfil de una ciudad que da al río; casas ordenadas y edificios de uno y dos pisos con techos a dos aguas sobre un paisaje verde domesticado — ¿no se vería similar el perfil de una pequeña ciudad de finales del siglo XIX sobre el Rin? Siete muchachas que parecen flotar sobre el río surcado por barcos a vapor blancos, elegantes, pulcros, con hombres de traje y sombrero.

¿Desde dónde se posiciona la mirada del espectador? Desde el bosque, desde la isla / orilla frente a la ciudad. Es la mirada del ribereño, quien desde el bosque ve alzarse la ciudad, con sus signos de civilización y sus deslumbramientos. Es la mirada desde el otro lado del río, el cual media – conecta y separa al mismo tiempo – entre la naturaleza y la ciudad. Y las siete jóvenes – cual los siete pecados capitales – encarna ese “espacio fluvial”, carne y piedra, sensualidad desbordada y líneas arquitectónicas apolíneas, fierro y concreto, ensoñación, ropas de fábrica, cuerpos mestizos y tatuajes indígenas, la invitación y el peligro / pecado (¿de la ciudad?, ¿de la naturaleza?). El “espacio fluvial” es el encuentro. La ciudad de Iquitos, no se puede concebir sin el “espacio fluvial”. Si en el “carne y piedra” de Richard Sennett los cuerpos son moldeados por ciudades planificadas, en el “espacio fluvial” de Bendayán, la ciudad – el orden arquitectónico, el espacio domesticado – es habitada por cuerpos y naturaleza que se desbordan, como sus ríos.

5. “Ómnibus hundido en la plaza 28” (ca1985). Impresión fotográfica. 60 x 90 cm

¡Los devoró la selva!, precariedad. Un viejo ómnibus de transporte público hundido en un enorme cráter de más de dos metros de profundidad en una de las plazas más importantes de Iquitos – la Plaza 28 de Julio desde el lateral de la calle Elías Aguirre. Una mañana gris, lluviosa, un policía de espaldas y en solitario desviando el tránsito y personas que observan entre curiosas y resignadas el ómnibus hundido en medio del agua y una gran tubería del sistema de alcantarillas y desagües de la ciudad. Suerte de animal de fierro, madera y caucho solitario y vencido, el vehículo – uno de los símbolos por excelencia de la modernidad – yace entre los escombros de una delgada capa de asfalto que ha cedido a la fuerza del agua. La imagen evoca el “¡Los devoró la selva”! del final de La vorágine (1924), la icónica novela de José Eustasio Rivera y que nos recuerda uno de los más recurrentes tópicos de las selvas tropicales, los habitantes que osan adentrarse en ellas son devorados por el bosque mismo o por sus habitantes, por una naturaleza salvaje que no muestra piedad.

De otro lado, la imagen nos habla de los vanos intentos de la ciudad por imponerse sobre la naturaleza, sobre ese “espacio fluvial” en permanente movimiento: cemento y asfalto que sucumben y desaparecen en uno de los caños de la isla sobre la que se construye la ciudad. Proyecto precario e inconcluso de modernidad – infraestructura y naturaleza, ambas corrompidas, degradadas y contaminadas – capturado por la instantánea de Falconi.

 

4. “Lustrines en la plaza 28” (1965). Impresión fotográfica. 90 x 60 cm

Orfandad. Cinco niños lustrabotas formados en una suerte de parodia de escolta militar; tres sentados sobre sus cajas de trabajo y dos de pie en los extremos con sus cajas sobre el hombro cual fusiles de madera. Cinco niños lustrabotas bajo el sol inclemente de la mañana sobre sus rostros, solos en la amplitud de la plaza, posan – entre marciales y juguetones – ante el lente de Falconi en pantalones cortos y – al menos dos – descalzos; suerte de ironía del oficio. Cinco niños que acrecientan la sensación de orfandad al tener de fondo un monumento heroico; obelisco coronado por la estatua de una mujer / soldado guerrero con sable en alto sostenido por el brazo derecho. Imposible no sentir la punzante contradicción entre la monumentalización que glorifica a la patria y su llamado a la guerra a sus hijos ilustres y el desamparo de unos niños cuyas edades no parecen llegar a los diez años.

Pienso en orfandad en la medida que sus padres – biológicos y simbólicos – parecen estar ausentes; si uno aguza la mirada, al fondo a la derecha se verá a un niño o niña de la mano de una mujer, posiblemente su madre. Pienso en orfandad, pero no necesariamente en soledad ni miseria, o miserabilismo, en el segundo sentido que otorga el diccionario de la RAE: “2. m. Cinem., Pint. y T. lit. Tendencia a poner de relieve los aspectos más pobres de la sociedad y a considerar a la naturaleza humana prisionera de su propia miseria”. Estos niños parecen acompañarse, son una camarilla de pequeños soldados que se cuidan entre ellos mismos. En su forma de vestir hay austeridad, tal vez pobreza, pero no miseria, no visten andrajos. Todos ellos miran a la cámara; sus miradas no huyen avergonzadas del lente – como en muchas de las representaciones decimonónicas del “otro”. Casi todos los rostros muestran miradas serias, incluso adustas; se toman en serio su labor de lustrabotas; pero también – en el niño del centro – hay un rostro risueño y juguetón. En una entrevista en la que se le pregunta el porqué de su interés en fotografiar niños trabajadores, Augusto Falconi responde, “porque ese soy yo, yo he sido esos niños”. Me quedo pensando en cuál de esos niños habrá sido Falconi, qué orfandades habrá sentido, qué lazos habrá forjado.

 

3. “Chauchero cargando bloques de hielo” (de la serie “Chaucheros”, 1970-1985). Impresión fotográfica. 90 x 60 cm

Chauchero con hieloEfímero, a contracorriente. Así como en el poema “El guardián del hielo” de José Watanabe, en el que el hielo se derretirá bajo los rayos del sol a pesar de los esfuerzos de su guardián-niño que se prepara para crecer y enfrentar la vida, así es vano y a contracorriente el esfuerzo del chauchero, quien carga con esfuerzo bloques de hielo en la espalda en el calor de Belén. Es a contracorriente el esfuerzo del chauchero; esfuerzo que lo obliga a tensar las venas de sus piernas y pies y lo mantiene con la mirada absorta en el piso. No solo se derretirá el hielo, sino que, ni siquiera las miradas de la vendedora de pescado y los clientes en el mercado callejero se detendrán en él. Tal vez, el pescado terminará por pudrirse, en esa ciudad en la que todo es finalmente reclamado por la naturaleza; tal vez estos personajes permanecerán en esa suerte de submundo que bulle por debajo de los balaustres de la ciudad. A pesar de lo efímero, en una tarea casi inútil, el chauchero va a contracorriente, persiste, se rehúsa a desaparecer como personaje que habita el mundo de Belén; seguirá llevando a tiempo el hielo que preserve, aunque sea por un breve tiempo, los alimentos. En su instantaneidad, la fotografía muestra su existencia, literal, de carne y hueso. ¿Qué vendrá luego? ¿Se derretirá el hielo? ¿Desaparecerá el chauchero – como Don Segundo Sombra del paisaje de las pampas argentinas – del paisaje fluvial de Iquitos? Es una historia que la fotografía invita al observador a completar con sus propias fantasías.

2. “Canoas en Venecia” (1975). Impresión fotográfica. 60 x 90 cm

Canoas en Venecia 1975

Peep show, voyerismo. Tal vez sea por el uso del lente gran angular que distorsiona la fotografía para tornarla cóncava, redondeada; como cuando uno mira por los pequeños ojos visores de las puertas de entrada de las casas. Un lente que nos separa, pero, también, que nos permite dar una mirada – como en los espectáculos de los peep show o los viejos tutilimundi – a otro mundo, un mundo aparte, algo extraño y atemporal con un primer plano de hombres – la mayoría jóvenes – y niños en unas precarias canoas de madera amontonadas en una suerte de embarcadero. ¿De dónde vienen esas canoas? ¿Qué hay más allá de ese canal, entre la acequia y casas que se ven con las ventanas abiertas, pero sin vida? ¿A qué juega el niño del primer plano? ¿De qué conversan el hombre mayor que procura tocar el hombro del más joven? ¿De qué ríe el joven de pie junto a sus compañeros en una canoa llena de cocos? No sabemos; solo vemos seres que vienen (a la ciudad), o se van, se pierden en el río. El instante capturado, y su inmovilismo, no permite saber si estos hombres varones vienen a la ciudad o se van de ella. ¿Realmente comprendemos lo que vemos? Tal vez, nuevamente, como en los peep show, la fugaz imagen que queda en nuestra retina, solo nos ayudará a avivar nuestra fantasía, antes que permitirnos conocer el mundo de Belén.