¡Los devoró la selva!, precariedad. Un viejo ómnibus de transporte público hundido en un enorme cráter de más de dos metros de profundidad en una de las plazas más importantes de Iquitos – la Plaza 28 de Julio desde el lateral de la calle Elías Aguirre. Una mañana gris, lluviosa, un policía de espaldas y en solitario desviando el tránsito y personas que observan entre curiosas y resignadas el ómnibus hundido en medio del agua y una gran tubería del sistema de alcantarillas y desagües de la ciudad. Suerte de animal de fierro, madera y caucho solitario y vencido, el vehículo – uno de los símbolos por excelencia de la modernidad – yace entre los escombros de una delgada capa de asfalto que ha cedido a la fuerza del agua. La imagen evoca el “¡Los devoró la selva”! del final de La vorágine (1924), la icónica novela de José Eustasio Rivera y que nos recuerda uno de los más recurrentes tópicos de las selvas tropicales, los habitantes que osan adentrarse en ellas son devorados por el bosque mismo o por sus habitantes, por una naturaleza salvaje que no muestra piedad.
De otro lado, la imagen nos habla de los vanos intentos de la ciudad por imponerse sobre la naturaleza, sobre ese “espacio fluvial” en permanente movimiento: cemento y asfalto que sucumben y desaparecen en uno de los caños de la isla sobre la que se construye la ciudad. Proyecto precario e inconcluso de modernidad – infraestructura y naturaleza, ambas corrompidas, degradadas y contaminadas – capturado por la instantánea de Falconi.