Los inocentes. El transgresor relato de Oswaldo Reynoso sigue a un grupo de adolescentes que, con el telón de fondo de una Lima empobrecida y marginal, van descubriendo su sexualidad en su paso por un mundo de machos que juegan a adultos. Los cinco jóvenes que ocupan la escena compuesta por Bendayán poseen muchos de los atributos de una exacerbada masculinidad viril: botellas de alcohol, drogas fuertes, tatuajes, lentes oscuros, pulseras y collares de mostacillas y polos manga corta. Y es que esta imagen de masculinidad también se encarna visualmente en los cuerpos de estos jóvenes: torsos desnudos, pieles tatuadas por alacranes, sobrenombres – “El Arabe” – y corazones – en cuyo centro se lee “Iquitos” -, cabellos largos y lóbulos horadados por piercings. Una masculinidad retadora llevada al extremo. Pero hay más que virilidad y marginalidad en la imagen; el título de la obra remite inequívocamente a uno de los personajes y períodos más oscuros de la Amazonía; el cauchero Julio César Arana y su imperio de terror en el Putumayo, sostenido en parte por los llamados “muchachos de Arana”, su guardia personal. La pared de azulejos de fondo remite a esa doble oposición: un glorificado pasado versus un deteriorado presente y, además, una fastuosa superficie que apenas encubre el horror – y la sangre, como la muestra el bividí manchado de rojo – y la explotación que la hicieron posible. Los azulejos, compuestos por líneas y puntos, nos hacen recordar al arte indígena del kené, pero también a las cruces católicas y a una mirilla de rifle en un macabro juego de tiro al blanco. Pero si en el fondo de Rosquita – el personaje del relato de Reynoso – hay bondad debajo de sus miserias y palomilladas, en los personajes de Bendayán solo hay miradas esquivas y el negro reflejo de unos lentes obscuros. Mientras en Rosquita existe la posibilidad de esperanza y futuro, en los jóvenes de Bendayán ese futuro está cerrado por un opresivo presente.